El inapelable fracaso de la llamada Ronda Doha del Desarrollo de la Organización Mundial del Comercio iniciada con no pocas dificultades en Qatar en noviembre del 2001 tras el colapso de Seattle en 1999, no puede esconder por más tiempo los profundos problemas y desequilibrios a los que se enfrenta y que al mismo tiempo genera el comercio internacional y su regulación.
Más allá de los discursos voluntariosos de los políticos de turno y de los lobbies institucionales, incluidos ciertos grandes rotativos, la realidad se empeña una y otra vez en demostrar que no siempre el comercio aporta riqueza y equilibrio económico a los pueblos y que no es sólo el proteccionismo innnato de los agentes sociales o de las pequeños y medianos empresarios el que impide ir más allá en la liberalización comercial.
Bajo los sagrados principios del libre comercio y del mayor beneficio de los consumidores de los países desarrollados, la industria textil –y digo bien industria y no distribución textil- ha experimentado en las últimas décadas, el mayor proceso de destrucción y empobrecimiento que se conoce en la historia. Proceso que empezó hace años en los países industrializados pero que, como se puede constatar en la actualidad, acabará por comprometer la propia subsistencia de dicha industria en los países emergentes o en vías de desarrollo.
Los problemas reales que afronta actualmente la industria textil de países tan potentes textilmente hablando como Turquía, Pakistán, India o la propia China, no hacen más que confirmar que, bajo la presión de la gran distribución y con la complicidad de un comercio internacional sin ningún tipo de reglas creíbles y efectivas, la industria se ve obligada no tanto a ser competitiva, lo que sería deseable, sino a producir y vender con pérdidas por todo el tiempo que los artificios económicos perfectamente identificables les permite resistir.
Pero quizá alguien se atreva un día a afrontar y a explicar con claridad frente a los que defienden justamente todo lo contrario, que la deflación de los precios en la industria textil conlleva también costes muy elevados no sólo en términos sociales para los propios consumidores sino también en términos de riqueza económica que este sector traslada a una tupida red de industrias conexas y de servicios que viven a su costa.
Quizá alguien sea capaz de explicar un día a los consumidores qué supone el largo proceso de la producción, por ejemplo, de una simple camisa de algodón, desde el mismo cultivo de la materia prima natural –el fruto del algodón- que dará lugar a la fabricación del hilo y su tintura hasta su confección, pasando por la elaboración del tejido y el proceso de acabado y/o estampado. Y que no es ni racional ni sostenible que, en virtud de la llamada división internacional del trabajo, en la fabricación de esta misma camisa, hayan intervenido en algunos casos no menos de 7 países, para alcanzar al final un precio industrial de venta que no recoge en absoluto los costes reales y los esfuerzos desplegados por tantos operadores económicos como han intervenido. La carrera desenfrenada de a ver quien produce más barato, aunque sea en base al dumping económico, a las subvenciones, a la explotación de los trabajadores o a los artificios contables y a la que la liberalización del comercio internacional ha contribuido, debería acabar un día no lejano.
Desgraciadamente, muchos de los protagonistas de esta industria que hacían las cosas bien y eran realmente competitivos en nuestro país, ya no estarán para verlo.